Los bosques, lugares ancestrales de misterio y leyenda, han sido desde siempre escenario de relatos que erizan la piel. Se dice que entre sus árboles centenarios y senderos laberínticos, la línea entre la realidad y lo desconocido se difumina, dando paso a susurros espectrales y sombras danzantes. Voces que llaman desde la espesura, caminos que prometen perdición… Prepárense, porque nos adentraremos en la oscuridad de la arboleda para desenterrar historias que desafían la razón, relatos de bosques embrujados donde el terror acecha en cada rincón bañado por la luz crepuscular.
## El Bosque de Baxon y el Pacto Inquietante
La creciente presión económica en la ciudad orilló a una pareja a buscar un respiro en la tranquilidad rural. La idea de mudarse a un pueblo pequeño, ahorrar diligentemente y construir un hogar propio se convirtió en una obsesión, un refugio imaginario frente a las garras del alquiler y la incertidumbre urbana. Un amigo, conocedor de sus anhelos, les habló de Baxon, un pueblo en Oregón donde los terratenientes siempre necesitaban manos dispuestas al trabajo duro. Leñador en invierno, camionero en verano; mientras ella, con su vasto conocimiento veterinario, cuidaría de los caballos de la zona, tejiendo una red de clientes que les permitiría acumular el capital necesario para ese sueño americano, para esa casa que simbolizaría su independencia y libertad.
Contactaron al enlace proporcionado, encontrándose en el corazón de Baxon con un hombre de mirada penetrante y palabras directas. El contrato era simple pero exigente: cinco años en una casa apartada, inmersos en la arboleda profunda que rodeaba Baxon. La casa, aunque remota, ofrecía comodidades básicas y un amplio terreno, rematado con un garaje, un santuario personal para su viejo Chevrolet K5, regalo de su padre. Recordaba las palabras paternas, entre cariñosas y jocosas: «Te quiero hijo, pero mi primer amor fue ese Chevrolet». Un vehículo que ahora ansiaba restaurar, un proyecto mecánico que alimentaba su alma masculina.
Pocos días después, con el Chevrolet repleto hasta el tope, vendiendo lo superfluo para aligerar la carga, se dirigieron a Baxon. El nuevo jefe los condujo a su nuevo hogar, ensalzando la paz del lugar, la tranquilidad de sus gentes, la vida rural en su estado más puro. Les habló de Gladis, su vecina más cercana, una mujer de sesenta y tantos años que vivía a unos cien metros, en la única casa en kilómetros a la redonda, perdida en la inmensidad del bosque. «Simpática, reservada, a su aire», fue la descripción del jefe sobre Gladis.
Así comenzó su vida en Baxon, con la perrita Brady como única compañía adicional. La cortesía les impulsó a intentar un acercamiento con Gladis, una vecindad cordial se antojaba necesaria, incluso un apoyo mutuo en esa soledad boscosa. Imaginaban a Gladis, una anciana sola en medio de la nada, quizás necesitando ayuda, necesitando compañía. Los primeros intentos de contacto tropezaron con una muralla de hostilidad. Gladis, con mirada esquiva y gestos paranoicos, les observaba con recelo, quizás con disgusto. Una tarde, la curiosidad pudo más, y él espió discretamente en la casa de Gladis. El interior impecable, demasiado ordenado para una mujer sola de su edad. Animales bien cuidados, huertos florecientes… Imposible de mantener sin ayuda, pensaron. ¿Acaso Gladis no estaba tan sola como parecía? ¿Recibía visitas secretas, asistencia externa?
Se instalaron en su nuevo hogar. Una cocina funcional, un salón acogedor, un par de habitaciones… perfecto para los próximos cinco años, para trazar su plan de ahorro y alcanzar la casa propia. En dos días, organizaron sus vidas y comenzaron la rutina. Para él, el trabajo de leñador se reveló como un infierno físico y mental. Jornadas extenuantes, responsabilidades aplastantes, estrés constante. Un trabajo duro, sí, pero una prueba de resistencia que jamás imaginó. La frustración se acumulaba, la desilusión mordía los bordes del sueño americano. Ella, inquebrantable, se convirtió en su roca, sosteniendo el hogar, apoyando su decisión, aunque la tensión comenzara a enfriar la llama de su relación. El agotamiento lo volvía irascible, taciturno. Las primeras semanas fueron un purgatorio para ambos.
Pero el cambio más inquietante, el más inexplicable, se gestaba en Brady. Su perrita, una labradora adulta de seis años, equilibrada y juguetona, se transformó ante sus ojos. La alegría vital que la caracterizaba se apagó como una vela en la tormenta. Desde que cruzaron el umbral de aquella casa, Brady se sumió en un estado de temor perpetuo. Gemidos constantes, día y noche, una letanía de angustia. Por las mañanas, la encontraban inmóvil en el centro del salón, temblando, gimiendo, sin rastro de la euforia habitual al verlo llegar del trabajo. Él, absorto en su propio infierno laboral, apenas podía prestar atención a la perrita. Ella, en cambio, preocupada y conmovida por el sufrimiento animal, la examinó minuciosamente, buscando heridas, buscando síntomas de enfermedad. Nada. Brady estaba físicamente sana, pero emocionalmente devastada.
Un día, el comportamiento de Brady escaló un peldaño hacia lo insólito. Comenzó a olfatear febrilmente los bordes de la casa, el perímetro de las paredes, husmeando entre los rodapiés y las juntas del suelo de madera. Esnifaba con tal desesperación que su trufa se cubría de polvo blanco, provocando estornudos convulsos. La paranoia se instaló en la pareja. ¿Ratones? ¿Roedores anidando en las paredes? Colocaron trampas, pero no encontraron nada. Brady persistía, obsesionada con los rincones de la casa.
Una noche, mientras preparaban la cena, abrieron la puerta del jardín para que Brady se aireara, para intentar calmar su gemido incesante, ese lamento que los perseguía las veinticuatro horas. Brady corrió al borde del jardín y comenzó a ladrar al vacío, hacia la oscuridad del bosque, un ladrido desesperado, sin destinatario visible. No había nadie, solo árboles, sombras y silencio. Al entrar a la casa, el ladrido continuó, implacable. La desesperación crecía, la idea de abandonar a Brady, de buscarle un nuevo hogar, cruzó sus mentes, pero el amor y la culpa los detenían. Quizás era el cambio de entorno, el bosque… Pero el comportamiento de Brady era más que extraño, era antinatural.
Días después, sumido en el sofá, aturdido por el día de trabajo, él observó de reojo a Brady. De repente, la perrita calló, dejó de ladrar, se sentó frente a la puerta principal, en una postura tensa, con el pelo del lomo erizado, como un depredador al acecho. Luego, comenzó a caminar hacia atrás, lentamente, de un lado a otro del salón, ignorándolo por completo, absorta en su propio terror. Caminaba de espaldas a la puerta principal, como huyendo de algo invisible que se escondía tras ella. Desconcertado, abrió la puerta, pero la oscuridad y el silencio reinaban en el exterior. ¿Qué le ocurría a Brady? ¿Qué la aterraba de esa forma?
Las cosas, sin embargo, estaban a punto de volverse aún más extrañas, más inexplicables. Su Chevrolet K5, ese regalo paterno, permanecía guardado en el garaje, un proyecto de restauración pendiente. Lo mantenía impecable, cubierto con una lona, casi sagrado. Solo lo usaron para la mudanza. Pero comenzó a notar la falta de los tapacubos. Al principio, pensó en un lapsus de memoria, quizás los había guardado en otro lugar. Pero la desaparición se extendió a partes del motor, piezas específicas, que requerían conocimiento mecánico para desmontar. Un carburador, un inyector, el filtro de aire… ¿Quién robaría piezas de un coche antiguo, y con tal precisión? Se volvía loco buscando una explicación lógica. ¿Acaso fruto del cansancio, de la confusión mental, desmontaba piezas y las olvidaba en algún rincón? No se atrevió a compartir su creciente paranoia con su mujer, temiendo añadir más leña al fuego de su ya tensa estancia.
Sin embargo, la sospecha se posó sobre Gladis. Pero era absurdo, una anciana robando piezas de coche… La lógica se desvanecía, la realidad se fragmentaba.
Una mañana, al despertar, una visión desde la ventana lo dejó perplejo. El césped del jardín cortado por la mitad, una línea divisoria perfecta, la otra mitad intacta. Él no recordaba haber tocado el cortacésped. Bajó al garaje. El depósito de gasolina vacío. Recordaba haberlo llenado al llegar. La confusión lo invadió. Subió corriendo al baño, miró la parte trasera del jardín. Lo mismo, el césped cortado por la mitad, pero al revés, como un espejo, manteniendo la línea perfecta. ¿Sonámbulo? ¿Pérdidas de memoria? Habló con su mujer. ¿Le había visto cortar el césped? ¿Había escuchado el cortacésped durante la noche? Ella negó, tajante. Él había dormido profundamente toda la noche, sin ruidos, sin interrupciones.
El malestar crecía, la sensación de que algo siniestro, algo incomprensible, estaba ocurriendo en su hogar. La idea de marcharse, de romper el contrato y huir de Baxon, germinaba en sus mentes.
Decidieron hacer guardia, vigilar el patio durante la noche. Y entonces la vieron, en la profundidad del bosque, una luz extraña, una luz flotante, moviéndose entre los árboles, a kilómetro y medio de distancia, sin emitir sonido alguno. El terror heló sus venas.
Durante días, observaron la luz, buscando una explicación racional, pero el misterio se espesaba. Intentaron hablar con Gladis, pero la anciana se mostraba aún más hostil, más recelosa. Sin embargo, descubrieron un nuevo elemento inquietante en la vida de Gladis: visitas. Hombres jóvenes, fuertes, que llegaban a la casa, la ayudaban con las tareas, llevaban provisiones, cuidaban de los animales. Tal como sospecharon al principio. Pero había algo anormal en esos hombres: ninguno llegaba en vehículo. ¿Caminando quince kilómetros desde el pueblo, a través del bosque?
Un día, decidieron seguir a los hombres. Se adentraron tras la casa de Gladis y desaparecieron en el bosque. Él, impulsado por una mezcla de curiosidad y temor, siguió sus pasos. Un sendero estrecho, apenas un rastro en la espesura. Ordenó a su mujer que volviera a casa y se adentró en el camino. Kilómetros de bosque denso, la angustia creciendo con cada paso. ¿Un poblado oculto? ¿Una comunidad aislada? El sendero desembocó en un claro, y en el centro del claro, una cueva oscura, una boca abierta en la tierra. Se detuvo en seco. Entrar en la cueva, solo, en territorio desconocido, le heló la sangre. Retrocedió, corrió de vuelta a casa, el corazón latiendo con fuerza descontrolada.
Contó todo a su mujer. La cueva, los hombres, la luz, el coche, Brady, el césped… Ella, con lágrimas en los ojos, confesó que también había guardado secretos. Desapariciones. Calcetines que se esfumaban de la colada, un cuchillo de cocina que voló de la ventana, joyas que desaparecían de su joyero, incluso las piedras preciosas de sus anillos. La cadena de seguridad de la puerta, que encontraba descolgada, como si alguien hubiera entrado, paseado por la casa, y vuelto a salir.
La situación era insostenible. Las piezas del coche, la cueva, los hombres extraños, ahora las desapariciones en la casa. Decidieron un acercamiento radical. Intentar entablar amistad con Gladis y sus misteriosos acompañantes. Rendir su hostilidad, ofrecerse como vecinos, buscar una convivencia pacífica. «Somos los intrusos», se dijeron. «Ellos estaban aquí primero».
Pero el acercamiento amistoso se topó con un nuevo escalón de terror. Gritos en el bosque, gritos guturales, desgarradores, que rompían la calma nocturna. Una silueta colosal moviéndose entre los árboles, sacudiéndolos con violencia, partiendo ramas y troncos como si fueran ramitas. Él conocía ese sonido, el sonido de la madera quebrándose, un sonido que ahora se convertía en presagio de algo terrible.
Piedras volando por el jardín, piedras de todos tamaños, palos, leña, gritos aterradores. Una piedra rompió el cristal de una ventana. Salieron al patio, aterrorizados. ¿Intrusos? No, la ventana rota estaba en el desván, una pequeña ventana redonda que ni siquiera sabían que existía.
Esperaron al amanecer. Buscaron en la casa. En el armario de su habitación, una puerta oculta, la entrada al desván. Subió con cautela. Polvo, cajas viejas, la ventana rota, cristales rotos. Y en el centro, una caja diferente, más grande, que abrió con manos temblorosas. Calcetines, joyas, un cuchillo… y en el fondo, las piezas desaparecidas del Chevrolet: el carburador, el inyector…
«Esto ya no puede ser», se dijo. «Tenemos que hablar con ellos».
Se dirigieron a casa de Gladis, con los hombres de mirada enigmática. Les contaron todo, pidiendo disculpas, explicando su miedo, buscando una solución, buscando paz. Temía una reacción violenta, una escalada de hostilidad. Pero la respuesta de los hombres fue inesperada. «Tranquilo, no entendemos lo que nos cuentas». «Hablaremos con nuestro jefe».
Esperaron con Gladis, un silencio incómodo roto por miradas esquivas de la anciana. Regresaron los hombres con un líder, un hombre de rostro curtido y ojos penetrantes. Escuchó su relato con atención. «No hay problema», dijo. «Vivimos aquí, queremos ser amigos». «Sé lo que te pasa». «Te ayudaré».
Días después, regresó con sus hombres. Una caja repleta de objetos extraños: huesos, amuletos, pieles de animales, un símbolo arcano. «Cuelga esto en la pared, esto en la puerta, este símbolo grábalo en los árboles que rodean tu casa». Protección. Brujería ancestral. Dudó, pero la desesperación lo empujó a seguir las instrucciones. Adornaron la casa con talismanes macabros, grabó el símbolo en los árboles.
Y el milagro ocurrió. El terror se desvaneció. Silencio en el bosque, Brady volvió a ser la perrita alegre de siempre, Gladis se tornó afable, casi amiga. La paz parecía haber reinado finalmente en Baxon. Pero la calma era una máscara frágil.
Una noche, gritos de mujer rompieron el silencio. Gritos babullantes, gritos de horror, provenientes del bosque. El terror resurgió, más intenso, más siniestro. Nuevos gritos, desgarradores, como si alguien estuviera siendo torturado. Gritos de auxilio, gritos infantiles, llamándolos al bosque. «Ven, ayúdame…» Una llamada macabra, una invitación perversa.
Buscaron de nuevo a los hombres, a Gladis. Les contaron los gritos, la llamada del bosque, la nueva pesadilla. El líder lo tomó por los hombros, su mirada grave. «Para esto no hay remedio». «Tenéis que marcharos». «Por vuestra seguridad, por la de tu familia». «Esto es algo terrible». «Si no os vais en cuarenta y ocho horas, acabaréis muy mal».
Empacaron sus pertenencias y huyeron para siempre de los bosques de Oregón, dejando atrás el pacto inquietante de Baxon.
## La Entrada Oscura de Conneticut y el Pueblo Fantasma
Verano de 1906. El Doctor William Slark, oncólogo neoyorquino, y su esposa Harriet, buscando un respiro del bullicio urbano, se dirigían a Lichfield County, Connecticut. Carreteras serpenteantes, bosques impenetrables, un puente cubierto de madera… Al cruzarlo, un claro boscoso a la vera del camino les cautivó. La visión idílica que buscaban, el lugar perfecto para construir un refugio de paz, una segunda residencia. Se adentraron por un camino tortuoso, deteniéndose donde el coche se negó a avanzar. El bosque los recibió con una sinfonía peculiar. Pájaros, búhos, animales moviéndose entre la maleza, como si el bosque despertase a su paso. El aire se enfrió, la luz solar se filtró tenue entre el follaje espeso.
Llegaron a un claro. Árboles frutales, flores silvestres, un riachuelo susurrante. El suelo brillaba, una luminiscencia sutil, producto de la mica, mineral abundante en la montaña adyacente. Un bosque mágico, pensaron. El canto constante de los búhos resonaba entre las copas de los árboles. Enamorados del lugar, decidieron comprar un trozo de bosque, escriturarlo a su nombre y comenzar a construir su cabaña soñada. Cuatrocientas hectáreas en un lugar llamado Dark Entry, la Entrada Oscura. Un nombre premonitorio quizás. Desde la carretera, el bosque se presentaba denso, umbrío, casi impenetrable. Descubrieron ruinas, vestigios de un pueblo abandonado, muros derruidos, cimientos fantasmales. Dadleytown. No le dieron importancia, las ruinas añadían un toque pintoresco al paisaje.
Iniciaron los trámites. Compraron el terreno. El Doctor Slark buscó empresas constructoras en la zona. Extrañamente, todas se negaron. Incluso ofreciendo sumas exorbitantes, la respuesta era siempre la misma: negativa rotunda. «Es solo una cabaña», se exasperaba el doctor, «no es tan complicado». Pero la negativa era inquebrantable. El Doctor Slark, terco y decidido, decidió construir la cabaña por sí mismo. Fines de semana tras fin de semana, viajaba desde Nueva York a Dark Entry. Desbrozó un claro, cortó árboles, niveló el terreno, levantó la cabaña con sus propias manos. Un arroyo cercano le proporcionó agua fresca, canalizada a través de una tubería. Desde la terraza de la cabaña, el riachuelo serpenteaba hacia abajo. Construyó una pequeña balsa, una piscina natural junto al arroyo. Un lugar idílico, un remanso de paz.
En Acción de Gracias, la cabaña estuvo lista. Se instalaron, maravillados por el sonido del bosque, el canto de los búhos, el murmullo del arroyo. Su pedacito de paraíso. Dark Entry se convirtió en su segundo hogar. Veranos, vacaciones, navidades… escapadas cortas a su rincón de ensueño. Hasta 1918. Una urgencia surgió en el hospital de Nueva York. El Doctor Slark tuvo que regresar a la ciudad. Harriet se quedó en la cabaña, sola, prometiendo a su marido un rápido regreso. Le acompañó a la estación, observando el tren alejarse, sin saber que en esas horas de soledad, viviría la peor pesadilla de su vida.
Lo que los Clark ignoraban al comprar Dark Entry era la verdadera historia de Dadleytown, el pueblo fantasma cuyas ruinas yacían en su terreno. El abandono misterioso, el rechazo de las constructoras locales… El bosque estaba maldito, decían. El enigma comenzó a desvelarse. En 1740, treinta familias fundaron Dadleytown. Durante décadas vivieron allí, pero el pueblo se fue despoblando gradualmente, por razones oscuras, terribles. En 1759, la familia Carter se mudó a Dadleytown. En meses, seis miembros murieron de cólera. Los supervivientes, traumatizados, regresaron a Nueva York. Nativos americanos asaltaron su casa, asesinándolos a todos. Solo tres niños sobrevivieron, secuestrados, desaparecidos para siempre.
En 1794, Hollister, un residente, fue hallado muerto. Causas desconocidas. Vivía con un tal Tanner, quien, tras la muerte de Hollister, comenzó a hablar de criaturas extrañas que merodeaban su casa por las noches, provenientes del bosque. La locura se apoderó de Tanner, cuidado por su hija hasta su muerte. Su vecino, Abel, también enloqueció, con la misma cantinela: criaturas del bosque, noches de terror.
En 1800, el General Herman Swift enloqueció tras la muerte de su esposa, fulminada por un rayo. En 1813, una epidemia diezmó Dadleytown. Muertes, desapariciones, locura, criaturas del bosque… El pueblo se convirtió en un lugar inhabitable. Hacia 1900, solo quedaba la familia Brofy. La madre murió de tuberculosis. Sus dos hijos fueron acusados de robo y huyeron, desapareciendo sin dejar rastro. Solo quedó el padre, John Brofy. Un día, su casa se incendió. John Brofy se adentró en el bosque y desapareció para siempre. En 1906, Dadleytown fue declarado pueblo fantasma. Justo cuando los Clark encontraron Dark Entry.
Volvemos a 1918. El Doctor Slark regresa a Dark Entry tras la urgencia en Nueva York. En la estación, Harriet no le espera. Una corazonada le recorre el cuerpo. Se dirige a Dark Entry. El ambiente pesado, los búhos ululando estridentemente, un presagio ominoso. Casi corre hasta la cabaña. La puerta abierta. El corazón se le desboca. Entra en la casa. Un pitido agudo en su cabeza, el ulular terrorífico de los búhos, una atmósfera irreal. Avanza por el pasillo. Una risa diabólica, maníaca, desde el piso de arriba. Sube las escaleras. El dormitorio. Abre la puerta. Escena grotesca. Harriet en un rincón, agachada, ojos en blanco, boca abierta, riendo a carcajadas, una risa demencial. Ojos rojos, fijos en él. Risotadas macabras. Huyó despavorido.
Durante las treinta y seis horas de ausencia del doctor, Harriet perdió la cordura. Criaturas nocturnas merodeando la cabaña, figuras del bosque, la destrozaron mentalmente. Solo podía hablar de eso, de los seres que la habían visitado en la oscuridad. El Doctor Slark la internó en un sanatorio mental. Allí pasó el resto de sus días. Dadleytown, un pueblo maldito, una entrada oscura a la locura. Prohibido el acceso. Pero algunos youtubers intrépidos, o quizás imprudentes, se han aventurado en la zona. Sonidos extraños, ráfagas de aire frío, sucesos inexplicables… ¿Os atreveríais a visitar Dadleytown?
## El Lago Inquietante y la Campana Fantasmal
Junio de 2019. Bela regresaba al pueblo en las montañas francesas, un refugio familiar para los veranos. Bosques, senderos, un lago escondido. Un lugar idílico para escapar del mundo. En ese bosque, un lago artificial, descubierto por ella y sus padres. Sin señalización, solo un sendero junto a un arroyo. Un remanso de paz, un espejo de agua rodeado de árboles, cantos de pájaros, la luz del sol danzando sobre la superficie. Un paraíso personal. Coche hasta la carretera, sendero de animales, arroyo, desvío a la derecha, curso del arroyo, río, lago. Dos horas de caminata. Regreso por el mismo camino. Dos horas más. Durante los veranos, solo su familia en ese sendero, en ese lago. Sensación de privacidad, de exclusividad. Nadie más, solo ellos y el bosque.
Terminaba el curso escolar. Celebración: una visita al lago. Madrugó, coche hasta el sendero, aparcó en el arcén, se adentró en el bosque. Sendero, arroyo, río. Y un sonido extraño. Campanas. Tañidos titineantes, incesantes, un sonido incongruente en la quietud del bosque. Se detuvo, extrañada. No debía haber nadie. ¿Alucinación? Demasiado intenso, demasiado real. ¿Cascabel de animal? ¿Perro extraviado? No, el sonido era demasiado fuerte, demasiado constante. Una campana arrastrada por el río, quizás. Siguió caminando, guiada por el sonido. La campana sonaba rítmicamente, como si alguien la tañera sin descanso. Cinco minutos. Y el tañido cesó. De golpe. Silencio. El bosque volvió a sonar en su plenitud. Pájaros, arroyo, viento entre las hojas. Extraño. Pero no le dio importancia. Continuó hacia el lago. Dos kilómetros. Un claro. Algo en el suelo, en medio del camino. Un animal muerto. Un castor. Decapitado. La cabeza no estaba. El corte limpio, preciso, como con un cuchillo afilado. No era obra de un depredador. Un ataque macabro. Lo inspeccionó. No olía. No descomposición. Casi tibio al tacto. Recién muerto.
Conexión instantánea. La campana y el castor. Una relación siniestra, un presagio de muerte. Miró a su alrededor. Miedo. Pero no vio a nadie. Pánico momentáneo. «Cálmate», se dijo. Continuó hacia el lago. Se relajó, disfrutó del paisaje. Unas horas. Regresó por el sendero.
Una semana después, aburrimiento casero. Seis de la tarde. Regreso al lago. Paz, belleza, refugio. Coche, sendero. Tormenta de verano. Truenos, relámpagos. Pero continuó. La lluvia arreció. Se empapó. No importaba. Llegó al claro del castor muerto. Lluvia torrencial. Ocho de la tarde. Treinta minutos al lago. Una hora para regresar antes de la noche. No le apetecía la oscuridad en el bosque. Peligro, animales salvajes, lobos quizás. O algo más. Empapada, decidió regresar.
Retrocedió por el sendero. Lluvia implacable. Agachada, mirando al suelo, barro, oscuridad incipiente. Caminando obsesionada, miedo a tropezar. ¡Pum! Algo le golpeó en la cabeza. Se tocó. Horror. El castor. Colgado de una rama. Su cabeza cosida en sus manos. Asco, arcadas, el animal putrefacto rozando su pelo. Se recompuso. Pánico absoluto. Treinta minutos antes, el castor en el suelo. Veinte minutos de caminata. Alguien lo había movido, colgado, mutilado. Alguien en el bosque. Miró a su alrededor. Nada. Bosque oscuro, lluvia cegadora, noche cayendo. Aún una hora al coche. Rodeó el cadáver macabro. Corrió. No podía correr, se caería. Caminó rápido, la piel de la nuca erizada. Pasos detrás. Crujir de ramas. No se atrevió a mirar. Animal, quizás. Aceleró el paso. Corrió de nuevo. Sin aliento. Se detuvo. Campana. Volvió a sonar. La campana fantasmal. Mismo sonido, misma intensidad. Aterrorizada. No sabía de dónde venía. No lateral, no atrás. Cercana. Pasos. Al unísono con la campana. Pánico extremo. Alguien la había vigilado, la había seguido, la había aterrorizado.
Corrió de nuevo. Jadeante, tropezando, barro, ramas, lágrimas. Teléfono. Papá. «Papá, por favor, ven ya». Bosque, apenas voz. «Espérame en el arcén, sendero». Balbuceos, jadeos. «Alguien aquí, bosque. Papá, ven».
Voz de terror primario. El padre reaccionó al instante. Coche, sendero, aparcar junto al coche de Bela. Bosque adentro. Campana a través del teléfono. Gritos de Bela. Desesperación absoluta. Corrieron bosque adentro.
Bela corría exhausta. Padres lejos aún. Quince, diez minutos. Agotada. Campana más intensa. Pasos más cercanos. Casi detrás. Se detuvo, derrotada. Giró lentamente la cabeza. Claro de luna entre los árboles. Campana de nuevo, desde el claro. Figura. Enorme, alta, delgada. Campana colgada a la cintura. Cada paso, tañido violento. Avanzaba hacia ella. Cerebro colapsado. Pánico paralizante. Adrenalina. Corrió con todas sus fuerzas. Gritos. «Vete… policía… policía enfrente». La figura cada vez más rápida. Campana como latido fantasmal. No le importaba la policía.
Padre corriendo bosque adentro. Gritos de Bela. Campana fantasmal. De repente, Bela salió del bosque. Padre la agarró, abrazo desesperado. Corrieron hacia la madre. Coche. Huyeron como alma que lleva el diablo.
Coche en silencio. Llantos ahogados. Bela sin palabras. Imagen grabada en la mente: claro de luna, figura con campana. Padres escucharon la campana. A través del teléfono, en el aire, junto a los gritos de Bela. Realidad innegable. Denuncia policial. Hospital. Rasguños, shock.
Día siguiente. Policía al bosque. Nada. Mochila desaparecida, castor fantasma. Solo una camisa doblada, una piedra encima. Sin explicación. Policía: «Loco suelto… dueños de terrenos asustando excursionistas». Bela no convencida. Aquello quería matarla. Padre la salvó. Escapó por milagro. Figura errática, movimientos animalescos. Nunca más al bosque. Nadie más reportó nada extraño. Pero Bela sabía lo que vio. Sus padres oyeron la campana. ¿Imaginación? ¿Encuentro terrorífico?
## La Cabaña en Misuri y el Hombre en la Rama
Verano de 2012. Pérdida terrible. Abuelo fallecido. Dolor inmenso. Adolescente de dieciocho años devastado. Etapa confusa de la vida: universidad, trabajo, futuro incierto. El dolor lo consumía. Petición a su madre: «Cabaña familiar, por favor». En un parque natural de Misuri. Recuerdos con el abuelo. Pesca, camping, tardes eternas. Refugio de consuelo. Madre accedió. «Sí, claro. Ve unos días. Despeja la mente». Llaves de la cabaña, coche paterno. Partió con Atila, su pointer fiel. Cabaña al horizonte. Palabras maternas resonando: «Cabaña en venta, hijo». Tras la muerte del abuelo, sin utilidad aparente. Vender para no dejarla abandonada. Última oportunidad. Días de despedida, de revivir recuerdos, de conectar con el espíritu del abuelo. Parada en gasolinera. Snacks, bebidas, latas. Provisiones de soledad. Tres, cuatro horas de viaje. Cabaña al fin. Instalación, chip de relajación. Nevera, cama, pertenencias. Ambiente acogedor.
Cabaña de madera rústica. Ventanas amplias, baño pequeño con ventanuco alargado. Chimenea interior, televisión, cocina equipada. Guardilla superior, balcón lateral, vistas al bosque infinito. Pino imponente frente al balcón, rama gruesa, a diez metros de altura. Inaccesible, pero relevante.
Primer día, relax. Cabaña, Atila a sus pies, consola, videojuegos, cena. Chimenea encendida, frío exterior, verano engañoso, nieve inesperada. Días transcurrieron en calma. Paseos, carreras, recuerdos del abuelo. Sanación silenciosa. Despedida espiritual. Paz interior. Momento de desconexión, de duelo personal.
Tercera noche. Ambiente denso. Sensación extraña. Planes para el día siguiente: tabla de snow, nieve en la montaña. Demasiado lejos. Cabaña, chimenea, videojuegos, snacks. Noche tranquila, en apariencia. Medianoche. Atila inquieto. Paseo nocturno alrededor de la cabaña. Huellas en la nieve, rodeando la cabaña. ¿Vecinos? Lejanos, ancianos. Extrañeza. Siguió las huellas. Perímetro cabaña completo. Difuminándose bosque adentro. Racionalización fallida. Volvió a la cabaña. Atila adentro, videojuegos, noche avanzando.
Cansancio. Guardilla superior. Dormir. Cerró cortinas, pestillos, ventanas. Cama matrimonial. Atila a su lado. Sueño intermitente. Atila en alerta de repente. Nervioso, escaleras, puerta principal. Ruidos. Perro bajó escaleras. Puerta principal. Alerta máxima. Orejas puntiagudas, pelo erizado. Huellas en la nieve. Solo. Civilización lejana. Peligro potencial. Atila subía y bajaba. Inquietud creciente. «Atila quiere salir». Justificación lógica. Se levantó. Escaleras abajo. Abrió la puerta. Atila salió. Él en el porche. Atila sin necesidad de orinar. Igual de erizado, igual de nervioso. Mirada fija bosque adentro. Punto invisible en la oscuridad. Él miró también. Nada. Cerró la puerta. Atila adentro de nuevo. Intentó dormir. Imposible. Miró por la cortinilla de la puerta. Oscuridad espesa. Cama de nuevo. Relajación fallida. Pasos. Tejado. Crujidos de madera vieja. Encima de su cabeza. Altillo, techo delgado. ¿Alce? ¿Cabra? ¿Ciervo? ¿Escalando el tejado? Sin ruido de ascenso. Cuatro, cinco, seis pasos lentos sobre el tejado. Silencio. Atila corrió hacia la puerta del balcón. Cortinas cerradas. Oscuridad exterior e interior. Sentado en cama. Preocupación palpable. «No quiero esta situación». Curiosidad venció al miedo. Se levantó. Puerta balcón. Aire profundo. Abrió cortinas. Nada. Oscuridad total. Aire de nuevo. Salió al balcón. Miró al tejado. Nada visible. Bosque oscuro. Linterna. Atila igual de alterado. Linterna en mano. Lateral casa. Fondo bosque. Pino frente a la casa. Linterna hacia el pino. Rama gruesa. Algo en la rama. Hombre. En la rama. Mirándole fijamente. Boca abierta. Pánico absoluto. Atila ladrando. Linterna fija en el hombre. Mirada demente. Agachándose para ocultarse. Instantes. Volvió a levantar la cabeza. Linterna fija en la rama. Vacío. Hombre esfumado. Linterna abajo. Nada. Atila adentro. Cabaña. Cama. Cobija hasta la cabeza. Terror procesándose lentamente. Hombre en la rama. ¿Cómo llegó ahí? Rama alta, inaccesible normal. Figura larguirucha, extraña. Mirada boca abierta. Aterrador. Sin huellas en el tejado. ¿Qué era? Pesadilla real. Comienzo de la pesadilla.
Sonido. Puerta principal. Golpes. Cristal de la puerta. Más noche por delante. Golpes con dedos. Puerta principal. Mirada hacia abajo. Corazón a mil revoluciones. Pasos rodeando la cabaña. Ventana lateral. Golpes. «Cloc, cloc, cloc». Ventana trasera. Pequeña ventana baño. «Cloc, cloc, cloc». Silencio momentáneo. Pasos de nuevo. Balcón. Pasos en el balcón. Puerta balcón de cristal. «Clac, clac, clac». Rápido. Silueta alta en la puerta balcón. Hombre de la rama. Golpes más intensos. «Clac, clac, clac». Silencio completo. Techo. Encima de la cama. «Clock, clac, clac». Toda la noche. Ruidos inquietantes. Hombre intentando entrar.
Amanecer. Sol naciente. Noche en vela. Pánico absoluto. Primeros rayos de luz. Coraje recuperado. Salió al exterior. Abrió la puerta. Huellas en la nieve. Rodeando toda la cabaña. Perímetro completo. Huellas hacia el patio trasero. Bosque. Huellas desaparecieron en el bosque. Empacó todo apresuradamente. Huyó de la cabaña.
¿Qué haríais en su lugar? ¿Quién era? ¿Qué era aquello en el tejado? Hombre de la rama. ¿Intención? Nunca supo la verdad. Noche de terror. ¿Qué haríais vosotros? ¿Quedarse en la cabaña? ¿Huir al coche?
Bosques misteriosos, bosques embrujados. Historias que nos recuerdan que la oscuridad acecha en los lugares más solitarios, que secretos ancestrales se esconden entre las sombras de los árboles. La naturaleza, bella y salvaje, puede albergar horrores inimaginables. ¿Han experimentado alguna vez una sensación inquietante en un bosque? ¿Conocen historias similares? Compartan sus experiencias y opiniones en los comentarios. La noche es joven y los secretos del bosque aún no han sido revelados por completo.